
Este texto fue escrito por Zadie Smith y publicado en su inglés original por The New York Review of Books. La traducción al español fue hecha para Los Efectos. Se presenta como la reseña de una serie de libros, algunos más recientes y otros más añosos:
The World’s Masterpieces: Italian Painting
Michalena Le Frere Carroll and Frances Cavanah
Gosset and Dunlap.
My Struggle: Book one
Karl Ove Knausgaard, traducción de Don Barlett
Farrar, Straus y Giroux.
My Struggle: Book Two: A Man in Love
Karl Ove Knausgaard, traducción de Don Bartlett
Archipelago.
Taipei
Tao Lin
Vintage.
Pero es bastante más que eso, bastante más que una reseña que vincula a Knausgaard y Lin, dos de los autores más disruptivos a uno y otro lado del Atlántico. En el cruce de lecturas, que incluyen a personajes tan disímiles como Mark Rothko, Andy Warhol y Louis C.K., Smith reflexiona sobre la literatura contemporánea, su relación con la vida y las distintas formas en que ésta puede ser representada, así como la muerte.
1 .
Una noche de septiembre, cuando volvía a casa de una cena, apurada por relevar a la niñera, me quité los zapatos de taco y salté descalza -estaba lloviendo- por Crosby Street y así hasta mi casa. Hepatitis, pensé. He-pa-ti-tis. Llegué a mi edificio deshecha, parecía la muerte. El portero -que había apreciado mi vestido cuando salí- se sonrojó, bajó los ojos y miró a su celular. En el vestíbulo, sobre una mesa ratona, había un libro de tapa dura desamparado. Obras maestras del mundo: Pintura italiana. Publicado en 1939, no llegaba a las treinta páginas, con guardas de papel marmolado barato y una dedicatoria afectuosa en alemán: Meinem lieben Schüler (“A mi preciado alumno”) … Alguien había regalado este libro a alguien más en Monte Carmelo (¿las montañas de Medio Oriente? ¿La escuela en el Bronx?) el 2 de marzo de 1946.
La letra sugería vejez. Quien hubiera dedicado ese libro, ya estaba muerto; quien lo recibiera, ya no lo quería. Llevé ese libro desafectado al piso 15, con la esperanza de aprender algo sobre las obras maestras italianas. A decir verdad, me habría gustado mucho más estar con mi iPhone, recorriendo mis e-mails. Eso es lo que había hecho casi todas las noches desde que compré el teléfono, seis meses atrás. Pero ahora estaba este libro, que me apuntaba como una acusación. ¿E -mail u obras maestras italianas?
Mientras trataba de enfocar la página del libro a través de la niebla del vodka, una majestuosa sucesión histórica se deslizó delante mío: Cimabue, Giotto, Fra Angelico, Fra Filippo, Rafael, Miguel Ángel. Fechas de nacimiento y muerte, imágenes mal impresas, datos aburridos e irrefutables. (“El siglo XV trajo muchos cambios a Italia, y estos cambios se reflejaron en el trabajo de sus artistas.”) Cada hombre más “preciso” con su pincel que el anterior, más inclinado a dejar entrar la “realidad” (campesinos feos , paisajes simples). Madonnas develaban sus pezones a bebés hambrientos y Venecia era examinada desde todos los ángulos posibles. Jesús besaba a Judas. La primavera era alegorizada. La conclusión: “Se habían dado muchos cambios desde el primitivo Cimabue. El renacimiento había abierto el camino al realismo y, por fin, a la verdad como la encontramos en la naturaleza.”
Para cualquier lector de 2013, las obras de 1939 puede parecer inocentes. Aunque cuán engreídos, cuán “sabios” podemos creernos sin saber nada en absoluto. Ya había recorrido colecciones como esta antes, y todavía no me acerco a recordar quién vino primero, Fra Angelico o Fra Filippo. Mi mente no acepta esas sucesiones majestuosas con facilidad. Pero los amarillos dorados y los azules de cáscara de huevo, los pliegues sedosos de rojo y verde, los campanarios y las hileras de ciprés, los penes y las vaginas de infantes (que, por primera vez en mi relación con las obras maestras italianas, podía juzgar su veracidad), las miradas entre la Madonna y su hijo – ese es el tipo de cosa que mi mente acepta. Y estaba recorriendo estos detalles cuando me detuve -me capturó- un dibujo en carbonilla. Toda la majestuosa sucesión histórica se detuvo. Sólo existía esto: Hombre cargando cadáver sobre sus hombros por Luca Signorelli (circa 1450-1523).
El hombre está desnudo, con una mano sobre su cadera izquierda, una espalda ideal con cada músculo delineado. Sus nalgas son vigorosas, monumentales, como las del David de Miguel Ángel. (“Sin dudas deudo del trabajo de Luca Signorelli.”) Camina con esfuerzo, con su pie izquierdo por delante, sobre sus hombros cuelga un cadáver – hombre o mujer, no podría decirlo. Para asegurarlo, el Hombre enganchó uno de sus brazos ondulados a una de las fibrosas piernas del cadáver. Lo lleva a algún lado, alejado del espectador; están casi por salir del cuadro. Mientras contemplaba este dibujo, intenté un ejercicio mental y fallé. Entonces tomé una lapicera y escribí, en los márgenes de la página, casi todo lo que leíste hasta ahora. Era un ejercicio simple – más bien un desafío, en realidad. Intenté identificarme con el cadáver.
Imaginate ser un cadáver. No la experiencia de ser un cadáver – está claro que ser un cadáver es el fin de toda experiencia. Quiero decir: imaginate que este dibujo representa la certeza absoluta de que vos, específicamente, de que vos algún día vas a ser un cadáver. Quizás sea muy fácil. Sos un racionalista brutal y no guardás ilusiones sobre la naturaleza de la existencia. Yo, me explicó una vez un amigo, soy una “humanista sentimental.” No solo me atemoriza la idea de imaginarme como cadáver, ni siquiera mis ojos pueden fijarse en el cadáver por demasiado tiempo, son reclamados en cambio por el vigor monumental. A la espalda y las nalgas, las pantorrillas, los brazos. A través del abismo del género, color, historia y definición muscular, yo soy el hombre y el hombre es yo. ¡Qué fácil puedo imaginarme cargando un cadáver! Me veo llevarlo encorvada, al costado de una autopista o a través de un baldío, antes de dejarlo caer, sorprendida de su creciente rigidez y cómo se congela como una “L”, como si se sentara para prestar atención. Y es un juego de niños imaginarme al hueso de su cuello quebrarse cuando apoyo -apenas con demasiada fuerza- al cadáver en el suelo.
Imaginareme esa realidad -en donde todos (salvo yo) se convierten en cadáveres- no me presenta dificultades. Como la mayoría de los neoyorquinos, todos los días espero encontrarme caminando con nada más que un carro de supermercado cargado de agua embotellada, una linterna y una persona querida a mi espalda, en la búsqueda de un lugar apropiado para enterrarla. El escenario apocalíptico -un futuro cuando todos son cadáveres (salvo vos)- debe ser, a esta altura, una de las ficciones más imaginadas de nuestra época.
Los cadáveres animados -zombies- nos siguen a todos lados, a través de las novelas, de la televisión, del cine. En el mundo real, los ciudadanos comunes se convierten en supervivientes, listos para escalar montañas de cadáveres si eso los salvara. De cualquier manera, la muerte es lo que le pasa a los demás. Por contraste, el futuro en el cual yo estoy muerta no es un futuro en absoluto. No tiene realidad. Si la tuviera -si yo creyera que ser un cadáver no solamente es un futuro posible, sino el único futuro garantizado- haría las cosas de otra manera. Tiraría mi iPhone, para empezar. Llevaría otro tipo de vida.
¿Qué es un cadáver? Es lo que apilaron por centenas cuando el Rana Plaza de Bangladesh colapsó en abril. Es lo que aterriza en el piso cada vez que un ser humano salta del edificio de Foxconn en el complejo manufacturero de iPhone en China. (Veintiuno han muerto desde 2010). Saltan como ramos de flores cada vez que una bomba detona en mercados iraníes o afganos. Un cadáver es lo que hacen los americanos a veces, enojados y armados, los unos de los otros, por razones extrañamente decepcionantes: porque fueron despedidos, o porque una chica no les devolvió el afecto, o porque nadie los entiende en la escuela. A veces -horribles- es lo que le pasa a uno ‘de los nuestros,’ y generalmente lo hace el cancer, o un auto, y en ese preciso momento nos comprometemos a rechazar el mismo concepto de ‘cadáver,’ y elegimos celebrar e insistir en la realidad de una persona que alguna vez existió que, aunque ‘nos haya abandonado,’ nunca es reducida a pura materia.
Se argumenta que la distancia entre este cuidado local e esa indiferencia distante es un instinto natural. Natural o no, la indiferencia crece, hasta que alcanza el punto en donde la diferencia entre el cadáver local y el distante es casi tan grande como la que distingue a los vivos de los muertos. Criar hijos te alerta de este principio fundamental. Arriba/abajo. Blanco/negro. Rico/pobre. Vivo/muerto. Cuando un niño anglo-americano mira el mundo, ve divisiones extrañas. La más extraña de todas es la distribución desigual de cadáveres. Vivimos de una tierra donde la gente, generalmente, vive. Pero esa otra gente (con frecuencia marrón y pobre) viene de un lugar donde se da la muerte. ¡Qué desgracia nacer en un lugar así! ¿Por qué lo eligieron? No son pensamientos inusuales para un niño. Lo bizarro es cuántos de nosotros albergamos algo similar, en nuestra inocencia más profunda.
El problema es más persistente para los artistas: ¿Cómo puedo insistir sobre la realidad de la muerte de los demás y de la mía? Esto no es un coqueteo existencialista (aunque también pueda serlo). Es parte de lo que el arte viene a imaginar para nosotros y con nosotros. (Soy una humanista sentimental: Creo que el arte está para ayudar, aunque la ayuda sea dolorosa – especialmente cuando lo es.) En otros lugares, la muerte casi no se imagina o se discute siquiera – salvo que algún joven de Silicon Valley se proponga erradicarla. Un mundo donde nadie, desde las autoridades hasta los adolescentes, pueda imaginarse como un cadáver abyecto – un mundo compuesto por hombres robustos, vigorosos que caminan con valentía hacia afuera del cuadro – será un lugar difícil y demencial donde vivir. Un mundo ilusorio.
Históricamente, el pasaje de la representación a la abstracción en el arte fue explicado – por aquellos artistas dispuestos a expresar sus intenciones – como un rechazo de la ilusión. Del mini-manifiesto que Mark Rothko mandara a The New York Times en 1943: “Sostenemos las formas chatas porque destruyen la ilusión y revelan la verdad.” ¿Pero qué es la “verdad”?
“No hay tal cosa como un buen cuadro sobre nada. Afirmamos que el tema es crucial y que el tema solo es válido si es trágico y atemporal.”
La muerte, para Rothko, era la verdad -la cosa trágica y atemporal- y es difícil no leer su carrera como un camino inexorable a su encuentro. Su Omen del Águila de 1942 (inspirado por Oresteia – una contemplación de tres cadáveres: el de Agamenón, el de Casandra y el de Clytemnestra) es la pintura que llevó al manifiesto, y es claramente transicional, porque todavía representa, dentro de los famosos estratos de Rothko, algunas formas reconocibles: máscaras trágicas griegas, cabezas de pájaros, muchos pies surrealistas.
Para cuando la Capilla Rothko estuvo terminada (él se había matado antes de su inauguración), los estratos se habían vaciado -no solo de formas, sino también de color. Con esos rectángulos negro-sobre-negro, mortíferos (él decía que producirlos lo atormentaba), Rothko proyectaba explícitamente a “algo que no querés ver.” Que es un modo de dar cuenta de su poder emocional: como unmemento mori, nos guían a un lugar intolerable pero necesario.
Rothko quería afectarnos en lo profundo con esa cosa que no queremos mirar. Pero existe otra solución a nuestro gusto por la ilusión: la falta de afecto. Hacer que el espectador se sienta como un cadáver. Porque cuando las imágenes proliferan entre sí, como si corrieran sin intervención humana, el espectador encontrará que le falta un punto de entrada. Los simulacros aparentan funcionar sin nosotros, al igual que el mundo continuará funcionando sin nosotros cuando nos hayamos ido. Mientras tanto, la idea del artista -y del espectador- como objetos humanos, capaces de sentir con profundidad, de sentirnos atormentados, se oscurece.
El arte que juega con la idea de la reproducción mecánica -el ejemplo obvio es la obra de Andy Warhol- nos enseña algo sobre cómo sería ser una cosa, un objeto. Warhol era a la vez, y no es mera coincidencia, un entusiasta del arte cadavérico, su serie Death in America está regada de cuerpos, y ninguno está presentado con el más mínimo vestigio de piedad -aunque tampoco sean del todo abstracciones frías. En un nivel, el nivel en el cual generalmente son más celebrados, los cadáveres de Warhol no te hacen sentir nada. Y sin embargo, la toma de consciencia de tu propia vacuidad es exactamente lo que nos resulta traumático en ellos. “¿Cómo puedo mirar esta cosa terrible sin sentir nada?” es la sensación Warholeana quintaesencial y ha tenido una sobrevida muy larga. Incómodamente entumecidos: esa es la falta de emoción a la que tantos artistas jóvenes, en todos los géneros, apuntan.
Pensando en Warhol y en los cadáveres es extraño (para mí) haber conocido a Hal Foster, el crítico, esa misma noche de septiembre, era de una cena en su departamento de donde regresaba. Hace casi veinte años escribió sobre el efecto de Warhol en El retorno de lo real:
“La famosa máxima de la persona Warholiana: ‘Quiero ser una máquina.’ Ese reclamo suele tomarse como confirmación de la vacuidad del artista y del arte a la vez, pero puede tratarse menos de un sujeto vacío que de uno shockeado, que toma de lo que lo shockea una defensa mimética en contra de su shock: Yo también soy una máquina, también hago (o consumo) imágenes en serie, doy lo mismo que recibo … Si no puedes en su contra, sugiere Warhol, úneteles.”
Ahí, Foster define algo que llama “realismo traumático,” apoyado en la definición lacaniana del trauma como “un desencuentro con lo real.” Repetimos el trauma mecánicamente para ocultar y controlar la realidad del trauma, pero en hacerlo producimos, de forma oblicua, algún elemento del trauma. Lo real entra de todas formas, en un proceso de repetición. Uno de los ejemplos -White Burning Car III de Warhol- hace eco del dibujo de Signorelli. Aquí hay un cuerpo -expulsado de un auto en llamas y y colgado de un peldaño del poste de luz- y aquí hay un hombre vivo, caminando, que sale del cuadro. Es la apropiación de una imagen periodística aparecida en Newsweek.
Por el otro lado, como en Signorelli, estoy viendo la cosa abyecta e impensable (yo misma como un cadáver) y esto, para mi -y para Andy- es una forma de dominar y controlar el trauma (de esa idea). La serigrafía me vela la verdad. Pero no por completo. Una imagen de Warhol, como propone Foster con brillantez, te llega reiteradas veces, en parte esconde a lo real pero en parte lo repite y reproduce hasta lo intolerable. La repetición de una imagen -una torre inestable, tres reproducciones alineadas sobre otras dos- es la clave. En algún punto de la serie, la secuencia empieza a transformarse. Gracias a Dios que no fui yo empieza a transformarse (quizás en ese último espacio vacío) en Oh, Cristo, seré yo*.
Esta doble conciencia ansiógena -no soy yo/seré yo- podría ser parte del precio que pagamos por vivir con y rodeados de máquinas. Cuando entramos en un vehículo, por ejemplo, o un avión, ¿no hemos siempre ya chocado y nos hemos convertido en cadáveres? Aún antes de recibir nuestras galletas de cortesía, nos vemos gritar y rezar y caer del cielo, inmolados. Y si estamos en ese momento warholeano, todo el resto es mentira publicitaria. Esa es otra atracción constante de Warhol: cuando esté implícito que viviremos eternamente (casi cualquier publicidad, show televisivo y revista -de abordo o de las otras- lo hace) podemos pensar en Andy (que usó el lenguaje comercial de esos medios) y saber que, en lo más profundo de nuestra inocencia, eso no es verdad.
Mientras tanto, la reproducción de la naturaleza en su momento más bello -la técnica adorada de los maestros Italianos- el arte más apropiado para el humaismo sentimental, permite al espectador sentir piedad y empatía; le permite llorar por toda la hermosa gente que es o será cadáveres (excluyéndome). Lo cual es una respuesta que nunca abandonaría del todo, ni por media docena de autos blancos en llamas. ¡Mirar la tierna, informe cara del Ranuccio Farnese de Tiziano -el vástago de doce años de un antiguo clan italiano- y ver al niño cuyo destino era convertirse en un cadáver! Y a pesar del complejo bordado en el doblete rojo, la espada adulta colgada de sus caderas angostas, el peso de su herencia, sugerido por la capa que su padre insistió que usara … Todos los signos de una individualidad indeleble están ahí, pero ninguna fue suficiente para frenar lo inevitable. (Ninguna cantidad de “selfies” lo logrará tampoco.)
¿Equivale mi horror por los cadáveres al descubrimiento de que estoy atada al tiempo como individuo? Antes éramos meros sobres corpóreos que contenían almas por un tiempo, antes de que esas almas se embarcaran en viajes hacia el infinito. En una cultura que cree en la consciencia eterna, los cadáveres siguen siendo desagradables pero no son, en sí mismos, “trágicos.” El “truco” moderno del retrato -la captura de un momento “único” en la vida de un individuo (tanto más punzante aquí, en el borde de la adultez)- puede ser una ilusión estética, pero por lo menos nos ayuda a recordar que una vida humana es un “evento” enorme, en cuánto se pierde cuando ocurre la cadaverificación. Podremos ser cadáveres por la eternidad – ¡pero una vez estuvimos vivos! Fueron los grandes maestros quienes nos enseñaron el poder emocional de la representación del individuo. (Y quinientos años después, todavía hay un espacio reservado en los diarios para los cadáveres recientes -si fueron uno de “los nuestros”- con historias tan precisas y elaboradas como el bordado delRanuccio.)
Por supuesto, también aprendimos de ellos nuestras actitudes hacia el sufrimiento humano. Las famosas palabras de Auden se ajustan al auto en llamas de Warhol tan bien como al Paisaje de la caída de Ícaro de Breughel o la Flagelación de Cristode Piero:
Cuán bien entendieron
Su posición humana; cómo
tiene lugar
Mientras alguien más come
O abre una ventana o solo
camina opacado.
¿Pero lo hacen todos los maestros igual de bien? La mera habilidad técnica, la ilusión perfeccionada, puede bloquear al espectador de la emoción a la que apunta. Hay muchas obras maestras italianas seductoras. También hay momentos cuando uno debe recordarse que una relación estable entre el sujeto y el objeto de la pintura (que contemplo como si hablara de una verdad que no me incluye) es, en un análisis final, una bella ilusión.
El trabajo de Signorelli, por contraste, te frena. Tiene el don de implicarte. Crea una relación triangular e inestable -entre vos, el cadáver y “alguien más.” Al mirarlo, no soy una mujer que mira a un hombre cargar un cadáver. Soy el cadáver. (Aún cuando entretenga esta idea por solo unos segundos, y prefiera ser ese “alguien más.” Y seré ese cadáver un tiempo infinitamente más largo de lo que podría ser una mujer individual, con sentimientos e ideas y brazos y piernas, que de vez en cuando mira cuadros. No soy yo. Pero seré yo.
2.
Más temprano, en lo de Hal Foster, habíamos hablado de Karl Ove Knausgaard, el autor noruego de la novela (¿memoria?) de seis tomos titulada Mi lucha (dos volúmenes se han traducidos al español hasta ahora). En todos lados donde fui este último año, la charla entre la gente libresca ha sido sobre este noruego. El primer volúmen, Una muerte en la familia, registra cada minuto de la existencia perfectamente banal de “Karl Ove,” su infancia intrascendente, sus problemas con las chicas, sus intentos adolescentes de comprar cerveza para una fiesta de año nuevo (casi cien páginas son dedicadas a ello), y la muerte de su padre.
El segundo, Un hombre enamorado, muestra un matrimonio con tanto detalle como una persona puede tolerar:
“¿Qué pasaba en su cabeza?
Oh, lo sabía. Había estado sola con Vanja durante el día, desde que salí a la oficina hasta que volví, se sintió sola, y había anticipado tanto estas dos semanas. Alguos días tranquilos rodeada de su familia, eso es lo que había esperado. Yo, por mi parte, nunca había esperado más que el momento cuando la puerta de la oficina se cerrara detrás mío y estuviera solo para poder escribir.”
Como un todo, estos trabajos no funcionan por sinécdoque o metáfora, belleza o drama, o siquiera como un relato. Lo notable es la habilidad de Karl Ove, extraña en estos días, de estar plenamente consciente de su propia experiencia. Cada detalle es registrado sin apariencia de vanidad o decoración, como si la escritura y la vida ocurrieran en simultáneo. No debería haber nada notable al respecto, excepto por el hecho de que te sumerge totalmente en la narración. Vivís su vida junto a él.
Cuando charlamos sobre él durante la cena -como groupies que discuten su banda favorita- descubrí que mientras la mayoría celebraba el tiempo pasado bajo la piel de Karl Ove tanto como yo, había un disidente entre nosotros. Una objeción al principio del aburrimiento, que siento que Knausgaard mismo no negaría. Como Warhol, no intenta hacer las cosas más interesantes. Pero no es el mismo tipo de aburrimiento que Warhol celebraba, no es ese tipo de aburrimiento limpio que, como decía Andy, hacía “que el sentido se fuera,” dejándonos tanto “mejores y vacíos.” El aburrimiento de Knausgaard es barroco. Tiene muchas elaboraciones: el aburrimiento en las fiestas de niños, el de comprar cerveza, el de estar casado, el de escribir, el de ser uno mismo, el de lidiar con la propia familia. Es una catedral del aburrimiento. Y cuando entrás, se ve como el aburrimiento en el que vos mismo vivís. (Que resulta especialmente verídico si, como Karlo Ove, sos un escritor casado. Tales personas son susceptibles al carisma particular de Karl Ove.) Es un libro que reconoce la lucha banal de nuestras vidas cotidianas y sin embargo considera nada menos que una tragedia, llenas como están no solo de aburrimiento sino también de fjordos y cigarrillos y trabajos de Durero, que deban terminar todas en la aniquilación total.
“¡Pero no pasa nada!” clamaba nuestro disidente. Aún así, una vida llena de prácticamente nada, si estás presente y tomás consciencia de ella, puede ser una lucha hermosa. En los Estados Unidos, quizás estemos más acostumbrados al arte que representa ese aburrimiento con una guarnición de ese (a esta altura) archiconocido nihilismo warholiano. Creo que la narrativa maximalista, similar pero distinta, de Tao Lin, cuya novela más reciente, Taipei, está dedicada a la recreación paso a paso de la existencia cotidiana. Ese libro -aun cuando su lectura se torna intolerable- había alcanzado, cuando lo terminé, un efecto acumulativo similar al de Knausgaard.
Ambos documentan una vida con exhaustividad: no te identificás simplemente con el personaje, te convertís en él en el acto. Una claustrofobia narrativa funciona donde no hay distancia entre el lector y el protagonista. Y si vivir con Paul, de Tao Lin, es más despiadado que vivir con Karl Ove, hay un elemento geográfico e histórico en juego: después de todo, Karl Ove tiene la sublimidad de los fjordos para consolarlo, mientras Paul solo tiene el centro de Manhattan (con excursiones a Brooklyn y, brevemente, a Taipei), la internet y un bolso lleno de psicofármacos.
El trabajo de Lin puede confundir, ¿pero no es un poco perverso enojarse con artistas que nos remiten a los detalles más específicos de nuestra realidad local? Lo intolerable en Taipei no es el fraseo (que es bastante bueno), es la vida que Paul nos hace vivir con él minetras leemos. Tanto Lin como Kausgaard descartan las soluciones del minimalismo y la abstracción por vías interesantes cuando optan por la inmersión plena. Vení conmigo, parecen decir, entrá en esta vida. Si no podés derrotarnos, unite a nosotros, acá, en lo real. Puede no ser bello – pero esto es vida.
¿Podría interesarnos más la cadaverización prematura de los demás si fuéramos conscientes de qué es ser una persona viviente? Esa pregunta es, para el humanista sentimental, el punto donde la estética y la política se encuentran. (Si creés que se encuentran. Mucha gente no lo hace.) La preocupación por la cadaverización prematura de distintos tipos de seres -los pobres, las mujeres, la gente de color, los homosexuales, los animales- aunque esté codificado en nuestras normas legales, emerge generalmente en el plano imaginario. Primero tomamos conciencia – después empezamos a interesarnos. De nuestra falta de interés, mientras tanto, no escuchamos mucho estos días; es una acusación que nos hacemos unos a otros y a nosotros mismos. Se dice que los estadounidenses vemos doce veces más páginas dedicadas a Miley Cyrus que sobre el ataque de gas en Siria. Yo leo bastante sobre Miley Cyrus, en mi iPhone, a la noche. Y te levantás y te odiás a vos misma. ¡Mi “lucha”! El título absurdo y desmesurado de Karl Ove es un mal chiste que sigue retornando mientras tratás de construir una vida digna de un adulto. ¿Cómo estar más presente, más atento? ¿De nosotros, de los otros? ¿Para los otros?
“Necesitás constuir la habilidad de ser vos mismo sin estar haciendo algo. Eso es lo que nos están quitando los celulares, la habilidad estar ahí nada más … Eso es ser una persona … porque abajo de todo lo que hay en tu vida está eso, esa cosa, ese vacío – por siempre vacío.”
Ese es un fragmento de Louis C.K., y su comedia-devenida-filosofía, que nos recuerda que un día todos seremos cadáveres. Su objetivo, en ese número, era que nos deshiciéramos de nuestros celulares, o que usáramos esas malditas cosas un poco menos (“Ya nunca nos sentimos completamente tristes o completamente felices, ya solo nos sentimos satisfechos con los productos que compramos y después nos morimos”), que luego se volvió viral y mucha gente lo vio y sonrió con tristeza y pensó cuán acertado era y cómo todo el mundo (salvo ellos) debería quizás apagar sus celulares, y pasar más tiempo con gente en la vida real porque todo el mundo (salvo ellos) de verdad se iba a morir un día, y estaría muerto para siempre, ¿y no debería una persona vivir -vivir de verdad, una vida real- mientras todavía esté viva?
* En una cripta romana, los huesos de cuatro mil monjes Capuchinos, enterrados entre 1500 y 1870, fueron usados para crear escenas: esqueletos vestidos de pies a cabeza rezan en habitaciones hechas de huesos, con candelabros y sillas de huesos y paredes ornamentales cubiertas de calaveras. En la última habitación, en el piso se lee la inscripción: “Lo que eres, nosotros fuimos; lo que somos, tú serás.”