


Es difícil, casi imposible, explicar cómo un barco hundido, un edificio en construcción, un haz de luz que cae sobre una pared destruida, pueden a uno causarle simpatía, pero eso me pasa con las fotos de Invariaciones de Martín Tricárico.
Desde que lo tengo, el libro descansa sobre mi escritorio. Lo abro, lo hojeo, lo vuelvo a dejar en su lugar. Creo que es un objeto mágico. En él no reconozco sólo espacios por los que puedo haber pasado y nunca haber visto así, sino también una mirada, un sentido del humor, un gusto por las sutilezas y una preocupación por la historia.
El libro abre con una frase de Macbeth sobre la vida como un cuento contado por un idiota, su ruido, su furia y su sinsentido. Y aunque me guste la cita, ¿no habrá una referencia más cercana? Creo que el logro de Tricárico es mucho mayor que apostillar la obra de aquel bardo inglés. Más bien, quizás sin habérselo propuesto, Invariaciones flota en una de las corrientes menos comentadas de la fotografía, en particular en el ámbito local. La pregunta por el espacio es tan contemporánea como vernácula de modos que la existencia de Invariaciones como libro, como objeto, no puede dejar de subrayar. Y lo hace porque está dislocado, –fuera de quicio, por retomar la deriva shakespeariana– de lo que nuestra época pretende de sí: estar más allá de los libros, haber superado el artefacto analógico que instrumentó la creación de estas imágenes para entregarse por entero a lo digital, y ahora que llevamos siete meses de cuarentena la pregunta por los usos del espacio cae por su propio peso.
Porque hablar de lo inhóspito de los lugares representados en el libro sería redundante: es claramente su búsqueda. El allá afuera siempre nos fue ajeno, pero no por eso dejamos alguna vez de ir a su encuentro. Como meditación sobre la relación que guardamos con lo inhóspito, Invariaciones no sólo es un libro necesario sino clarividente.